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José Gómez Isla
Con la perspectiva histórica
adquirida a estas alturas de milenio, parece incuestionable afirmar que la imagen
fotográfica ha conseguido alterar substancialmente nuestra actual imagen del mundo. Somos
conscientes, por tanto, de que nuestra percepción visual y conceptual de las cosas que
nos rodean resulta radicalmente distinta a la de la sociedad prefotográfica de principios
del XIX.
Sin embargo, este cambio a menudo no resulta tan
ostensible para el gran público como cabría imaginar. En muchas ocasiones, las imágenes
fotográficas han sido presentadas como simples registros, asépticos y fríos, que han
conseguido congelar diversos instantes de nuestra vida cotidiana. Desde el mismo momento
en que irrumpe en la escena moderna, la fotografía no ha dejado de documentar
incansablemente nuestra existencia. En sus escasos dos siglos de vida, el medio
fotográfico ha sido testigo fiel de cuantos acontecimientos han acompañado al ser humano
en su historia reciente.
Resulta comprensible, por tanto, que durante sus
primeras décadas de existencia la fotografía fuese considerada básicamente como una
actividad notarial privilegiada para realizar la más completa crónica visual de la
civilización contemporánea. Era frecuente por entonces que la imagen fotográfica fuese
comparada con un «espejo con memoria», como algunos llegaron a denominar al daguerrotipo
en los albores de su descubrimiento [1].
No obstante, no podemos pasar por alto las
profundas transformaciones que la práctica fotográfica iba a sufrir con el transcurso de
las décadas.
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